Ah, por fin el tan esperado viaje, muchos lo esperábamos desde el inicio del año, y es que, ¿quien no iba a ansiar una semana en la playa después de un largo y ajetreado semestre en la universidad?
Llegamos el lunes a eso de las seis de la tarde, los ánimos empezaron a inquietarse por la espera del padre que administra la casa que no estaba en ese momento, pero al entrar a la casa, topamos con la mala suerte de que el candado del portón que daba a la playa no abría, creo que no quedó un solo hermano sin intentar abrir el susodicho portón, algunos hermanos se agarraban del portón y quedaban idos viendo el mar… que escena tan deprimente. Pero por fin, el padre trajo a un señor que cortó el candado con una prensa hidráulica…. Y desde entonces todos fuimos felices.
Topamos con muy buena suerte, pues el tiempo ayudó muchísimo, no llovió ni un solo día, por lo que algunos hermanos no salíamos del agua más que para comer… Lo que si me dio pena, fue un hermano que a saber a quien asaltó o donde tenía la huaca, porque todos los días se encontraba algo: un snorkel, plata, lentes para nadar… salía de mañanita, y antes de laudes, llegaba con algún chunche. Un comportamiento algo sospechoso…
El miércoles fuimos a playa Tamarindo, ahí no más, a media hora de playa hermosa según fray Alex... Sobre todo, volamos rueda por hora y media para llegar, pero ciertamente valió la pena, creo que es la mejor playa a la que he ido.
Pero no todo fue arena y sol, también aprovechamos el paisaje, el sonido de las olas, los atardeceres magníficos… para dar gracias al Señor y ponernos en contacto con él por medio del rezo de la liturgia, la eucaristía y el silencio.
Creo que no queda más que agradecer a Dios, que nos dio la oportunidad de este viaje y a los bienhechores que tan generosamente colaboran para todas nuestras actividades.